Mierda, el Rosario de Cristal pasando por San Vicente de Paúl. Tendré que esperar a que acabe para pasar a la otra acera. Me bajo de la bici y aguardo junto a dos voluntarios de protección civil.
Solemnes, pasan los miembros de la comitiva. Los hombres con sus capas de bandolero y sus fajas violeta, agarrando las carnes de los excesos de las fiestas. Las mujeres, con toquillas negras de luto, de pecado original, de vergüenza, del mea culpa.
- ¡Venga! pasad ahora que no se ve venir a nadie -dicen los del chaleco naranja incendiario, que contrastan con lo lúgubre de la procesión
Un puñado de personas cruzamos la calle, yo con la bici en la mano, y al llegar a la otra acera un grupo de matonas de cara arrugada, crucifijo al cuello y hombreras de judador de fútbol americano me miran de arriba abajo con cara de desprecio. Es decir, más bien de odio.
- ¡Qué vergüenza! -suelta una mirando al infinito.
- ¿Por qué señora? -le contesto tranquila porque he decidido que la gente de la calle no me tiene que hacer perder los nervios.
- No se puede cruzar... -Contesta tímida ahora, sorprendida de que me haya dirigido a ella directamente, mirándola a los ojos.
Claro, son muy gallas para hacer barricada para molestar al viandante, pero les hablas directamente con calma y se desinflan.
Con sus ojos pintados y sus cadenas de oro no os tienen que atemorizar, ¡nosotros tenemos la fuerza de la palabra!
Aunque con las hooligans del Rosario de Cristal no funciona muy bien la lógica, las deja paralizadas por un momento. Lo justo para poder escapar.
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